Por
Dianela Cano Rodríguez
Al norte de Las Tunas, justo cuando
se abre al Mar Caribe la bahía de Puerto Padre se encuentra un pueblo de
pescadores conocido como El Socucho. Para acceder a él hay que realizar una
travesía de unos 18 km por un terraplén que une a esta demarcación con el
municipio Puerto Padre.
A ambos lados de la vía el viajero
puede apreciar la vegetación propia de las zonas costeras y ver cómo se
extienden hasta el horizonte las tierras robadas al mar que ya se anuncia ante
el forastero con sus olores.
Las primeras casas del asentamiento
son pequeñas, construidas con arena y piedras del litoral y en tiempos de
vacaciones exhiben las huellas de la presencia de niños y adultos veraneantes.
Una vez en el centro del poblado la
brisa convida al reposo y desde el estrecho malecón se puede apreciar el azul
marino y a algunos metros, justo frente a nuestros ojos, otra franja de playa
popularmente conocida como La Boca.
No son muchos los que aquí habitan, la
población ha ido emigrando hacia otras regiones del país y, en no pocos casos,
fuera del archipiélago. Pero, como predestinados a yacer en estas tierras nos
sorprenden ahora hombres curtidos por el sol y el salitre, aspecto frecuente en
las costas cubanas. Gente morena, de melenas rubísimas abundan por estos
litorales.
Pero quizás el rasgo más distintivo
de los hombres que viven en El Socucho sea su inagotable capacidad de hilvanar
historias, sucesos y sobre todo sus esperanzas cotidianas al salir al mar.
Con el alba se les ve navegar de
regreso luego de toda una noche de intentos en un mar que, a pesar de los años,
los sorprende cada día con nuevos acertijos. Los nombres de mujeres se anuncian
al atracar, pareciera que en la profunda oscuridad marina con sólo nombrarlas
se aparecen y sirven de compañía al cansado pescador. Cada embarcación fue
bautizada con calificativos femeninos. Al llegar se escuchan toda clase de
historias desde pulpos que juegan con las carnadas, peces desconocidos que
jalan muy fuerte hasta luces inertes en el horizonte.
Por los estremecedores cuentos que
asustan al visitante pareciera que en la próxima jornada desistirán de
arriesgar la vida en medio de tanta agua inexplorada. Pero no, al caer el sol
alistan nuevamente anzuelos, carnadas, hilos y carretes y se lanzan, una vez
más, a la aventura de soñar con el mar. Hacer de su captura el sustento de una
vida dura es el incentivo de cada expedición.
De hombres que sueñan con pescar se
despide el viajero, al dejar atrás a El Socucho, pueblo cansado y añejo, de
viviendas de veraneo y de pescadores.
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