martes, 17 de noviembre de 2015

Tonito

        - „Ésta es la última galleta Tonito“,
        - „Pero mami, tengo hambre todavía“ 
        - „Lo sé mijo, lo sé, toma un poco de agua y más tarde veremos que puedes comer.“
Tonito mastica despacio el último pedazo de la galleta, tratando de retener el sabor porque presiente que su madre no tiene muy claro qué y cuándo volverán a probar algún alimento. Coge el litro de agua y camina en dirección a la orilla. Se sienta debajo de un árbol que parece de mangos. Mira las ramas una y otra vez en busca de los frutos pero sólo están las ojas verdes y amarillentas. A su alrededor están unas mujeres acostadas sobre unos abrigos, con la ropa sucia y sudorosa. Una de ellas tiene un teléfono en la mano y parece sollozar viendo algo en la pantalla. Tonito imagina que son fotos.
Su madre se ha alejado y conversa en la carretera con unos hombres, los mismos que ayer cargaron en hombros a Tonito durante una parte del recorrido. Los hombres gesticulan y señalan algo en dirección al sitio donde están los guardias.
A Tonito le gustaban sus armas. Armas de verdad, no como las del playstation. Hoy ya no está tan seguro de que vuelva a jugar alguna vez a tener una en sus manos. Ayer, cuando se tropezaron con la alambrada que cierra el paso a todos los que vienen junto a él, y luego de horas esperando alli, los guardias comenzaron a disparar. Todo el mundo corría como locos, alejándose de los guardias que apuntaban a la muchedumbre. Su madre lo cargó en brazos y corrió lejos cubriendole la cabeza. Tonito se apretaba de su cuello y miraba de frente a esos hombres, uniformados que parecían enojados y dispuestos a matarlos con aquellas armas grandes y verdaderas.
Por primera vez escuchaba disparos de verdad y fueron tan fuertes que casi lo dejaron sordo. Todo se convirtió de repente en un verdadero caos. El humo los cubría a todos. Él imaginó que estaban en la guerra, en una de verdad, no cómo en esas que ve en las películas de la televisión. Se preguntaba qué habían hecho de malo para que los guardias quisieran matarlos. No entendía nada. Sólo estaba seguro de una cosa: las armas y los guardias ya no le gustaban más.
Tonito se tira sobre la hierba y mira al cielo, es noviembre pero la mañana es calurosa aún. En unos días tendría su prueba de matemáticas y luego el partido de fútbol con los niños de su aula. Se luciría esta vez porque allí debe , estar Carla, la de 5to A. A ella le gusta el fútbol y le gusta verme jugar, pensó. Pero algo le decía que iba a faltar a esas y otras actividades en los próximos días.
En la calle seguía su madre. Ahora hablaba por teléfono. Está agitada y gesticula mucho al hablar, en uno de sus movimientos se giró hacia Tonito y desde allá le hizo una seña con un ojo.
Tonito sonrió.
Sabía que mientras estuviera su madre nada malo le podría pasar.

NOTA: Cualquier semejanza con la realidad no es pura coincidencia.


Martirio

Y todos somos desde la infinidad seres infinitos“ se dijo para sí, recordando en ese momento aquella frase de la Teoría del Todo enarbolada por Tqquun y no sabía por qué, pero ahora venía a su mente. Quizás porque cosas como éstas te asaltan cuando ya no tienes más energía para llorar, para caer y entonces buscas asidero en recuerdos o en textos que te hagan volver de la oscuridad de la nada.
Así estaba, con el teléfono justo al alcance de la mano, dudando entre llamar, escribir, apagarlo.
Al final revisó una y otra vez los últimos mensajes, repasó la conversación desde el principio, en una especie de búsqueda hipertextual. Retando a las palabras a decir lo que antes no fue dicho, lo que no fue explicado, lo que quedó inconcluso, reprimido.
Pero nada. No hay nada allí en las fría pantalla del telefono celular.
Nada más que oraciones, incompletas por la premura de hacer volar lo escrito como el diálogo verbal.
La explicación no estaba allí. Eso lo sabía bien pero insistía en saciar su ansioso dolor con alguna hipótesis, cierta o no.
Movía el dedo de arriba a abajo sobre la placa transparente. No llegaban nuevos mensajes. No había nueva información que procesar o a la cual responder, o de la cual defenderse. Sí, defenderse de aquella oleada de censura sentimental, de aquel huracán de críticas sin fundamento al que asistió sin poder salvarse, sin poder encontrar la tabla, ésa de la que hablan en historia de naufragio y desolación.
Ya había pasado una hora exacta.
El teléfono con su hora instalada y actualizada de forma automática jugaba a ser juez y verdugo del deceso.
Evitaba mirarlo, dando la espalda a la agitada carrera del tiempo.
No hay forma de caer y recuperarse en tan poco tiempo, se compadecía y seguía encontrando excusas en la mente para no levantarse y saltar de la cama en busca de alguna otra actividad. Pero no era fácil desatarse de la melancolía atada a la cabeza y desanudarse en nudo que aprieta el pecho cuando no entiendes, cuando sólo sientes cercano el fin.
¿Quizás el fin no es tan malo?!
Sólo que entonces no lo sabes. Y estás en la cama tratando de levantarte a tiempo, antes que sea demasiado tarde y hayan pasado todas las opciones de salvación para tu alma.
Pero no puedes.
Y sin tan sólo se borrara todo, sería más fácil recomponerse. Pero no, las palabras no quieren irse de su cabeza y golpean como garrote las sienes. Así como las miradas, ésas que no puedes sacar de la piel y rasgan con un filo frío y eterno.
Suena, de momento, el teléfono.
Un escalofrío le arquea el cuerpo y juguetea dentro del estómago.
Duda en mirar.
Lo hace.
Es la alarma:
20.00,
han pasado dos horas desde que se fue.