„Y
todos somos desde la infinidad seres infinitos“ se dijo para sí,
recordando en ese momento aquella frase de la Teoría del Todo
enarbolada por Tqquun y no sabía por qué, pero ahora venía a su
mente. Quizás porque cosas como éstas te asaltan cuando ya no
tienes más energía para llorar, para caer y entonces buscas asidero
en recuerdos o en textos que te hagan volver de la oscuridad de la
nada.
Así estaba, con el
teléfono justo al alcance de la mano, dudando entre llamar,
escribir, apagarlo.
Al final revisó una
y otra vez los últimos mensajes, repasó la conversación desde el
principio, en una especie de búsqueda hipertextual. Retando a las
palabras a decir lo que antes no fue dicho, lo que no fue explicado,
lo que quedó inconcluso, reprimido.
Pero nada. No hay
nada allí en las fría pantalla del telefono celular.
Nada más que
oraciones, incompletas por la premura de hacer volar lo escrito como
el diálogo verbal.
La explicación no
estaba allí. Eso lo sabía bien pero insistía en saciar su ansioso
dolor con alguna hipótesis, cierta o no.
Movía el dedo de
arriba a abajo sobre la placa transparente. No llegaban nuevos
mensajes. No había nueva información que procesar o a la cual
responder, o de la cual defenderse. Sí, defenderse de aquella oleada
de censura sentimental, de aquel huracán de críticas sin fundamento
al que asistió sin poder salvarse, sin poder encontrar la tabla, ésa
de la que hablan en historia de naufragio y desolación.
Ya
había pasado una hora exacta.
El
teléfono con su hora instalada y actualizada de forma automática
jugaba a ser juez y verdugo del deceso.
Evitaba mirarlo,
dando la espalda a la agitada carrera del tiempo.
No hay forma de caer
y recuperarse en tan poco tiempo, se compadecía y seguía
encontrando excusas en la mente para no levantarse y saltar de la
cama en busca de alguna otra actividad. Pero no era fácil desatarse
de la melancolía atada a la cabeza y desanudarse en nudo que aprieta
el pecho cuando no entiendes, cuando sólo sientes cercano el fin.
¿Quizás el fin no
es tan malo?!
Sólo que entonces no
lo sabes. Y estás en la cama tratando de levantarte a tiempo, antes
que sea demasiado tarde y hayan pasado todas las opciones de
salvación para tu alma.
Pero no puedes.
Y sin tan sólo se
borrara todo, sería más fácil recomponerse. Pero no, las palabras
no quieren irse de su cabeza y golpean como garrote las sienes. Así
como las miradas, ésas que no puedes sacar de la piel y rasgan con
un filo frío y eterno.
Suena, de momento, el
teléfono.
Un escalofrío le
arquea el cuerpo y juguetea dentro del estómago.
Duda
en mirar.
Lo hace.
Es la alarma:
20.00,
han pasado dos horas
desde que se fue.
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